Este es un escrito simple, como muchas cosas en este mundo no es necesario hablar de algo complejo, en el sencillo devenir de la vida de un ser humano pasan tantos y tantos sucesos que fácilmente podrían escribirse cientos de miles de libros relatándolos. Si pudiese contarse y escribirse la historia de cada ser humano en este mundo no habría espacio en el metaverso para contenerlas. Millones de vidas son serenas: dedicarse a un oficio, encontrar una pareja, criar una prole, tener amigos y compartir tiempo con charlas sobre lo que se vive en el día a día. Unas miles sobresalen entre las demás, ya sea por situaciones fortuitas terribles (nadie dijo que la vida no te daría sorpresas) o por momentos de oportunidad, de esa mal llamada suerte o destino que hace que vibres de forma diferente: sobrevivir a un terremoto o un accidente de avión, ganarse la lotería, tener una idea poderosa y desarrollarla, vivir un momento de intensa violencia o de sorprendente bondad. Solo unas pocas sobreviven al tiempo para alcanzar la inmortalidad: un talento especial en cualquier área, una fortuna heredada, un invento tan increíble y genuino que cambia la historia de todos: el que desarrolló el concepto de la computadora, la cantante que llena estadios en todo el mundo, el que escribe y desarrolla conocimientos que revolucionan todo en lo que creemos. Podría pensarse que son esos pocos los que definen la realidad para todos, pero la gran verdad es que, son los millones de vidas sencillas, esas que pasan desapercibidas, las que moldean al universo.
Después de hacer lo posible, y con un muy estrecho presupuesto, parecía que todo estaba perfecto: un gran arco de bombas a la entrada, dos pequeños pero vistosos ramos de flores con rosas blancas, una pequeña mesa con una foto de una pareja muy feliz y un enorme cartel, hecho claramente con crayones y por manitas en proceso de formación, que decía: “Felicidades Abuelitos”.
- “Me veo bonita doctor?”, dice María mientras se pasa la mano por la blusa y la falda que le prestó una amiga.
- “Te ves hermosa, te sienta mucho ese color blanco…”, responde el doctor mientas revisaba una máquina de infusión con morfina.
En el medio de los dos, en ese cuarto de hospital humildemente decorado, estaba Martín, postrado en una cama desde hacía ya 2 semanas, sufriendo por un dolor severo en el pecho y esa sensación tediosa y angustiante de sentirse sin aire. Afortunadamente ya le estaban colocando O2 por un tubito a la nariz que, aunque le fastidiaba un poco, le estaba haciendo sentir mucho mejor.
- “Cómo te sientes?”, pregunto el doctor mirándolo a los ojos y notando que llevaba puesta una gran corbata café y una camisa gris que le quedaba bastante holgada.
- “Feliz”, murmuró Martin, casi de forma inaudible, eso sí, con una enorme sonrisa que se notaba, le estaba costando mantener.
Afuera estaba la familia de la feliz pareja, se notaba que eran de escasos recursos pero se sentía que lo que no había en fajos de dinero se compensaba con toneladas de amor y cariño, todos muy arreglados y a la espera del gran evento. La enfermera del piso, junto con las auxiliares de enfermería, habían traído gaseosas y papas de paquete para compartir.
Apenas llegó el sacerdote todos se pusieron de pie, y acto seguido fueron entrando todos a la habitación donde estaba Martín, tratando de encontrar el mejor lugar para ver a la pareja cumplir un sueño de hacía 52 años: celebrar su boda.
Después de algunos inconvenientes técnicos, de algunas lágrimas por parte de los asistentes, y un muy emocionado “Acepto” de María, le tocó el turno a Martín, el cual tomando la mano de María, y con la voz más fuerte que pudo, dijo también “Acepto” y agregó, de la forma más pausada y entendible que la dificultad para respirar le permitió: “te amaré por siempre”.
Vino el tradicional brindis, realizado por el doctor que, con voz entrecortada, se dirigió a la pareja deseándoles “toda una vida de alegría”, para luego abrazar a María y a Martin.
Unos días después, Martín se despedía de este mundo, fallecía de un cáncer de pulmón ya muy avanzado como para poder intentar cirugía y demasiado debilitado para querer llevarlo a quimioterapia. Murió al lado de su esposa, juntos tomados de las manos y después de darse un último beso.
Nunca es tarde para ser feliz, nunca es tarde para cumplir un sueño.
Era un día particularmente lindo en Medellin, la ciudad de la eterna primavera me brindaba un radiante sol y una brisa cómoda, una mañana tradicional de agosto, trabajando como médico domiciliario; si, mi vida en el cuidado paliativo comenzó como un médico que de puerta en puerta visitaba a los pacientes en sus casas. Trabaja para una empresa que ofrecía los servicios a varias EPS (Entidad Promotora de Salud) y pues, tenía una agenda de pacientes a visitar cada día, todos ellos con enfermedades crónicas de muchos tipos: pacientes hipertensos, diabéticos, con obesidad severa, con secuelas de infartos cerebrales, problemas de movilidad… en fin! El listado no tenia límite. Ese día recibí la notificación para una solicitud de valoración de un paciente de forma prioritaria. No era un paciente conocido previamente, ni siquiera había una información clara del porqué debía verlo en el domicilio, pero por la calidez del mensaje, entendí que era realmente importante que lo viera pronto. En esa época no tenía carro, y ese día en particular había organizado la agenda para ver pacientes que vivían por los alrededores de mi casa, así que fue una coincidencia afortunada que, al revisar la dirección, me di cuenta que el paciente vivía dentro del área de pacientes que debía revisar. Tome mi mochila, y con la mejor disposición, me puse a caminar en dirección a la casa de este paciente nuevo por conocer.
Me recibió la esposa del paciente, una mujer menuda de piel muy blanca y con grandes arrugas, de un hermoso color de ojos miel claro. Al verla lo primero que noté fue una inmensa ansiedad: sus manos temblorosas, sus dedos que se movían sin parar… lo primero que hizo fue preguntarme si llevaba conmigo medicamentos para inyectar, a lo cual respondí que si, ya que en las mañanas visitaba los pacientes en sus casas pero, para mejorar mi sueldo, hacia turnos en la noche en una ambulancia, la empresa me entregaba y me reponía un pequeño botiquín donde tenía tramadol, diclofenaco, dipirona, y para dolores más fuertes y siempre con la condición de remisión del paciente al hospital, una ampolla de morfina. Después de un breve interrogatorio, la esposa del paciente me cuenta el cómo la habían despechado de varios servicios de urgencias al no saber que ofrecerle al paciente. El había sido un fumador empedernido, y desde hacía 6 meses estaba lidiando con un cáncer de pulmón, desde el diagnóstico, siendo el muy obstinado, prefirió no hacerse la quimioterapia y radioterapia que le había recomendado el oncólogo por el simple hecho de no querer de dejar de fumar sus amados cigarrillos. “Anoche intentó fumarse uno… pero ya no pudo…”, me comentó la esposa en su momento.
El paciente se encontraba en el cuarto principal, estaba sentado, con oxígeno por una cánula en la nariz, y a pesar de que se sentía el paso del aire a lo máximo que el generador de oxígeno podía brindar, este hombre no dejaba de jadear, me miraba con los ojos desorbitados, en una clara y notable angustia por sentir que no tenía aire, que el que respiraba era completamente insuficiente. Me le acerco y le pregunto si le dolía algo (la única pregunta que se me ocurrió en su momento) a lo cual él, levanta su mirada y me mira como se le debe mirar a cualquier persona que le pregunta a uno lo más estupido del mundo. Sintiéndome avergonzado, comienzo a mirar alrededor, comienzo a sentir el olor intenso a cigarrillo que parece emerger incluso desde la misma piel del paciente, veo su rostro demacrado, con una ostensible evidencia de la pérdida de peso. Se me ocurre sugerir llamar al servicio de ambulancia para llevarlo nuevamente a la clínica, me ofrecí a ir con él para asegurarme que al menos lo revisaran, sin embargo el paciente me negó con la mano… no quería moverse más de su casa. La esposa me pregunto si dentro de los medicamentos que traía no había algo que lo pudieses ayudar, que parara de sufrir… y yo, sin ningún entrenamiento durante mi carrera para afrontar una situación como esta, sin saber realmente qué hacer, lo único que se me ocurrió fue pensar en el efecto sedante de la morfina, y procedí a sacar la única ampolla que tenía… me quede mirándola unos minutos con absoluto pánico: que dosis le pongo? La diluyo? Lo canalizo?, desde el rural no canalizaba una vena… y si le causo la muerte? Y si lo pongo a delirar? No saben el sin fin de preguntas que rondaron por mi mente, el volver a experimentar eso horrible, que tanto odiaba, de sentirme tonto cuando un profesor me preguntaba algo y no sabía la respuesta…
Sin preámbulos decidí pasarle la cuarta parte de la ampolla. Logré canalizarle una venita en el brazo y por ahí, le pase diluida en solución salina la dosis que pensé, lo ayudaría a no sentirse ahogado. Unos minutos después empezó a respirar despacio, lo vi más tranquilo. La esposa le toma de la mano, lo mira y me pregunta: cierto que se va a morir doctor?, a lo cual simplemente me le quedo mirándola, y no se si fue por el huracán de emociones que sentía, pero fue inevitable que se me escurrieran las lagrimas, traté de decir algo esperanzador, pero las palabras no salian, mi mirada se desvía a los ojos de él, y nunca podré olvidar esa mirada, esos ojos que sentía de despedian de la vida, esa tristeza infinita que debe sentirse al saber que lo tangible dejará de serlo. Pasaron varios minutos que sentí eternos, él parecía más tranquilo, por fin sin el agobio de esas ansias por respirar que lo habían mortificado tanto… pero sus manos se pusieron frías, sus dedos se pusieron morados al igual que sus labios, entendí que se me estaba yendo, que su muy debilitado cuerpo no había tolerado incluso esa dosis tan pequeña de morfina. Me asuste, me le acerque e intente descubrirle el pecho mientras trataba de encontrar su pulso y ocultar el intenso palpitar de mi corazón… la esposa me toma de la mano… me dice con un tono de voz tan suave y ligero como una pluma: “déjelo ir doctor… déjelo…”. Yo me quedo pasmado, sigo tomándole la mano buscando un pulso que ya no iba a encontrar… decido abrazarlo y apretarlo fuerte… y fue así como por primera vez en mi vida, un paciente moría, literalmente, en mis brazos.
Ahora recuerdo como ese momento fue determinante en mi vida, sin dimensionarlo, sin siquiera estimar el alcance de mis palabras, ese día me prometí a mi mismo, que, mientras dependiese de mi, no dejaría que nadie muriese en una circunstancia similar, ese día me volví paliativista, sin saber que ese era el nombre del trabajo que amo, y que seguiré haciendo mientras tenga vida.